domingo, 13 de septiembre de 2015

Todos duermen. Afuera, el frío huele a noche. La calle me tienta, quisiera correr. Mis ojos son enormes, y las paredes timblan a su ritmo. Todo se retuerce, y eso me inquieta un poco. No gritaré, no tendré miedo, seré consciente de que esto va a terminarse pronto. Estoy extasiada y abrumada. Olas de frío bajan por mi espalda. Todo mi cuerpo tiembla, brilla, sonríe, se duerme, se pone nervioso. Muy nervioso. Y quizás disfruto demasiado de ese nerviosismo, porque en esos momentos puedo dejarlo aflorar sin reproches, sin preguntas que no puedo contestar. Pero ya pasaron muchas horas, ya divagué demasiado. Necesito dormir, tengo que parar. Intento leer, pero las letras no quieren ser leídas, y hacen trampa con mi mente. No puedo. 
Abrazo 
tu
espalda. 
Lo próximo que sé es que los pájaros cantan, que las sábanas están tibias, que el sol calienta la ventana y que vos dormís plácidamente a mi lado. La quietud del ambiente me da la esperada certeza de que ya pasó. Sobreviví, de nuevo. Todo está bien. Y me siento en paz. Llegué gracias a tu piel, a su calor y olor. Me río. Quisiera despertarte, agradecerte con todo lo que tengo, apretarte contra mí y gritarte esas palabras que me dan tanto miedo. Emitís sonidos pero el sueño no te deja escucharme. Me es suficiente. Ya está, ya pasó, todo está bien. Y después de un rato, llegan tus labios suaves, arrastrando lentamente 
tu lucidez. 

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